enero 13, 2015

Nueve días

Nueve días y contado,
sin rasurarme;
y sigo aquí
metido en los disminuídos tragos
que llegan de noche hasta mí,
mientras escribo un poco
o le doy otro tanto
a la guitarra empolvada,
mientras miro por la ventana
el buzón vacío de noticias
y de fechas jamás agendadas
en el calendario.

Nueve días -pienso-
y aún me quedan seis,
cuando mi barba es huraña
y no encuentro cosa mejor
en que gastar mi tiempo
que en beber.

Voy a la cocina y encuentro
un sandwich de ausencia
aderezado de perdición
que data de hace tres
o cuatro años,
de aquellos días
en que mi letra
no era cosa seria
-o yo no era tan serio con ella,
no lo sé- ,
de aquellos días
en que ignoraba
la rigidez del disfraz
de hombre de bien
y de su anudada corbata;
de aquellos días
en los que dormía
plácidamente con mujer
después de acostar al hijo
que mi futuro desencantado reprimía.

La vida es cosa sería
y el mundo no es un buen sitio
para andar todas las noches sólo,
buscando mendrugos de pan
junto a los roedores que transitan
aquel arrabal que tan bien
-y por tanto tiempo-
me ha sabido cobijar bajo su manto;
sin embargo,
estoy cansado ya
y los ladrones que conocí cuando niño,
los drogadictos, los matones,
los sinhogar que me enseñaron sus tretas
a cambio de jamás usarlas
-nunca lo hice-,
ahora están muertos
o se gradúan de criminales en la carcel.

Todos los días,
al despertar siempre sediento
y algunas veces aún
por los licores nocturnos embriagado,
vuelvo la vista al techo
de esta habitación insípida
que no es más
que un terrible espejo
que refleja sin temor
el albor más cruel sin espanto.

Mañana será el día diez
y no me he rasurado,
ni el sandwich de la cocina
ha cambiado su aderezo,
ni el disfraz ha dejado de ser
el de un hombre de bien,
ni la gente del arrabal ha resucitado
ni han salido de las cárceles,
ni tendré siquiera mujer
o conmigo al hijo que solía
reprimir la soledad de mi destino.

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