septiembre 16, 2009

Amanecí entre los brazos de una fina bruma, con los ojos marchitos y el corazón, por latir en un hito. Las aves surcando los cielos blanquecinos y límpidos, las lenguas lamiendo mis más profundas heridas, los montes alzando sus caminos más ríspidos. El sol, en su guarida espumante, tras las nubes de tonos grises escuchaba el gestar de la lluvia, el vendaval, detenido y distante, contemplando los recodos de una mañana turbia. Y mis manos, sin coger la pluma haciendo trazos al aire; mi voz, sin fuerza ni brío, tan solo por mi garganta asomándose. Los días, desde sus entrañas humedecidas por el temporal, estancados a la espera de la calma, de una recobrada y sutil serenidad...