El gato es una cuestión a parte,
Gabriel es una molécula viviente
que busca la belleza como estandarte
a pesar de hallarse entre albores recurrentes.
Y nada tiene sentido por si mismo
cuando la dualidad equilibrada
busca un punto medio en el cinismo.
El gato, con sus bares y muchachas,
el hombre, que nunca dispone de un hacha.
Y en esta decadente locura me viene
en gana el más feroz punto medio;
alejarme de lo que el loco siempre tiene
menos de aquel lugar llamado miedo.
Pero ha de ser el beso el que aterra
mis dominios y la caricia clandestina,
esas noches con los pies en la tierra
donde tu boca es quien me determina.
El gato, siempre seductor
pretende un hotel y hacerte el amor,
Gabriel, evoca en el perdedor
una forma sublime de redención.
Y cuando el trago y el tabaco
conjugan la fe en terribles párrafos
te busco en las cadera el cáliz,
y en la adicción justificada del párroco
que besa la copa dorada
metido en la soledad de un taxi.
El gato y yo, somos la misma mierda,
sin importar la moneda en el aire
o la suerte de aquel que la pierda.