noviembre 18, 2013

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Pienso, entonces, en el bocado a mitad de la garganta, en lo que callamos, en el temor mortecino de expulsarlo, en lo que no decimos cuando decimos que estamos bien. En estos tiempos pocas cosas son las que realmente andan bien, aunque quizá sólo sea la nada sepultada por el filo de las agujas del tiempo, quien se atreva a dar la cara para afirmar que en la pasividad del vuelo de los buitres, todo viene marchando bien. Pero tenemos esa de necesidad constante de ser idiotas, cuando menos, de parecerlo ante este vendaval en el que carecemos de cobijo y de certeros argumentos. El idiota es el único ser capaz de ser perdonado por su condición natural no importando sus errores, sus caídas, sus malas decisiones o si en su andar ha manchado las suelas de sus zapatos con la mancha ocre del pecado. El idiota contemporáneo es una especie extraña y poco reconocida por la sociedad por la misma razón en que se atraganta todo aquel que no precisa ver en el reflejo del día a día, su misma necesidad de hallar una verdad que ciertamente hace daño, cuando la hallamos al rasurarnos, al acomodarnos el cabello, al guiñarle un ojo a la veracidad concebida en el espejo. Yo soy de los idiotas doctorados después de media docena de tragos y también de los que nada dicen cuando a solas se atragantan esperando de unos brazos ajenos la maniobra de Heimlich para escupir el demonio cual frío metal de una espada, que no conforme con la consigna de atravesar mi cuello llega con su punta incivil a erizar mi espalda. Pienso entonces, quizás, que cada vez hay menos sabios, y los que hay, se han entregado -la mente y el alma que les nació rota- a maquillarse de estas aislantes tecnologías, mientras arropan su pensar en la esencia misma del que nació idiota. Y a todo esto, me pregunto ¿Dónde diablos está dios, en estos tiempos en que el bien mantiene de pie a tanto difunto? ¿Dónde demonios está la gloria si en la corona de espinas, nadie nunca encuentra la aureola que el mal aparte del día la noche, o siquiera el driblar del puñetazo que la muerte de diario nos propina? Pienso, entonces, en la necesidad que me carcome cuando enlutado en tanta sal, ante el saludo y la pregunta rigurosa de un cómo estás, no respondo con la fiereza absoluta traducida en el semblante de quien pregunta, al contestar un mal. Pero calzo como siempre mis negras botas, aquellas que naufragaron y soportaron el barro, aquellas que me conllevan casi siempre, a esbozar en esta letra la perorata en la que no soy más que un idiota.

P.D. Más que un idiota, soy el imbécil que ahora te piensa en la vorágine de estas letras, en las que nada tengo y sin embargo, es en ellas donde siento el fluir de mi sangre y su fatídica lepra que mantiene mi pecho decadentemente fértil.

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