octubre 14, 2014

Los gatos también envejecen (29)

Puedo decir a mi favor
que después de traer deshecho
el hígado y el riñón derecho
por las bondades del trago
o este par de cenicientos pulmones
sujetos a la flor del tabaco
que me sigo desilusionando
con mis propias y malvas pasiones.

Cada vez más cerca de los treinta
salgo a buscar terrones de azúcar
para los caballos que galopan
cabizbajos por una senda de flores
en la que no hay inicio ni meta.

Poco hay de aquella satisfacción
para el que bebe y después crea
fumándose su propia muerte.

Y estoy aquí dando alegatos
sobre mi andar con el alma
en los huesos ya grises
y tratando -siempre tratando-
defender lo indefendible
de la espada nocturna que no cae
nunca del todo sino poco a poco.

Es inhumano mirar el mar
sin poderlo beber de un sorbo
con una botella de ron
coqueteando entre mis manos.

Y entonces comprendo
a los caballos cabizbajos
sin comprender a los tipos
que para ellos procuran
hallar terrones de azúcar.

Pero el mundo
jamás habrá de notar
el cúmulo de plomo de la bala
cuando su carne
no ha sido por ella alcanzada.

No lo sé a ciencia cierta
debe ser
la inconfundible
estupidez del hombre
o el movimiento oscilatorio
que me lleva a escribir
lo peor de mí
de una forma terrible
y solitariamente desbocada
pero es muy problable
-si no fuera de esta manera-
que estuviera en las cloacas
o embalsamando cuerpos
o tomando café con las ancianas
o vendiendo polizas de seguros
o ya enterrado y bien muerto.

Hoy dada ya la hora
cumplo apenas veintinueve
y sigo teniendo espesos sueños
con la belleza inequívoca
de besar la flor de la muerte
sin saber nada siquiera del mundo.

Los gatos
irremediablemente
también envejecen.

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