octubre 22, 2013

A Caliope

I

Detrás de la sombra, una frágil estela
de humo y éter bailotea un vals de giros
condenados a la muerte; siempre a solas
y sujeta a la entrañable soledad pernocta
en el vaivén de los mares, en el zigzaguear
de los ríos y cuando cansada se eleva al cielo
me pide un trago y que encienda un cigarrillo.

II

Este endemoniado vendaval
no ha exterminado las mariposas
ni los recuerdos que se posan
esta noche de tibio arrabal,
en la que es la espina quien supera
la belleza perfumada de la rosa
y la vida azarosa a la muerte espera.

III

Disfrutabas el silencio;
y en él eternizadamente crecías;
y tu cabello,
no hacía más que tenderle su red
a la noche, a la Luna que conociste
atrapada bajo las uñas, en la sed
de la sangre y del cuello
de los puertos en que te perdiste,
embalsamada de belleza y de los versos
que los poetas buscaban,
para hallar siquiera razón a su lúgubre beso.

Disfrutabas del silencio
que me mata,
y ahora te recuerdo...

IV

Aún conservo un par de flores
en la mesa, una camisa y un instante
que ya no me queda, una charla
grabada en la memoria, una luna
que ha salido avante, tres o cuatro
cuentos que nadie ha leído, mis veintiún
gramos de escoria y un bosque talado
a merced de tantos versos perdidos.

V

Sigo siendo aquel espejo empañado
y el cielo de una catedral sin beatos
ni santos, el espectro que no duerme,
las ojeras malvas, la letra que sin quererlo
a quemarropa hiere, el nocturno canto,
la guitarra entre las manos,
la voz que calla
y mi pasado.

Sigo siendo aquel que bebe a solas,
el poetastro enamorado de la muerte
empeñado en poner el oído en caracolas.

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