diciembre 11, 2013

Desde esta misma silla

Desde esta misma silla, encallado entre pensares
de grandeza corrompidos por el soplo del viento
que hoy me nombra siendo sombra y en mis ojos
-¡Ah, mis ojos amarillentos de espeso humo!-,
ha de colarse una luz vuelta gota de nostálgico mar
como una lágrima salada y carmín como la sangre.

Hablando del destino, he sido y he podido ser
un docto merolico si no se trata de descifrar
el mío; hablando del eterno nácar de la muerte
he sido entrañable amigo, fiel hermano y amante
por saberla desde siempre la última de mis suertes.

Y nada quiero entonces cuando preciso el todo
y en el barro de un par de zapatos negros y gastados
me sumerjo a pesar de mi letra y sus buenos modos,
para sentir que aún alguna vena me vive y el pecho
me late con cansina presteza mientras el sol recorre
su luz hacia una porción de cielo, hacia el fiero levante
en el que soy un hombre a escala transitando insolado
el jamás de una noche, donde los gatos han perdido
su séptima vida elucubrando ratones y mansos sueños.

Entonces vengo a ser, aquel bocado de lluvia inmerso
entre el oleaje de un mar desbocado que ha de querer más
-¡Siempre más!-, a sabiendas de lo poco que los grises
muestran cuando la luz logra ser cierta y venidera en el terso
pie de esta guerra proclamada desde mi feroz arrabal
en el que nada soy si no escribo entre latidos y carmines.

Resulta clara y lógica la imagen de un gato nocturno rondando
los tejados con su paso silente, mientras la gente duerme
sin saber de los sueños que mueren lentamente a su costado,
entre ronquidos y arañas que pretendiendo insectos tejen
su día de mañana, para no carecer de un saludable bocado.

Sin embargo nunca es fácil llorar a solas, ocuparse en algo
ante la mirada de la gente para no quedar entre sus fauces
interrogadoras como un idiota; nunca es fácil esbozar el amor
cuando el otrora se enganchó con el más terrible demonio
que no hace las paces con el futuro si trae éste la boca rota.

Malditos entonces mis santos profetas que alguna vez leí
mientras la copa de un manzano me prodigaba sus sombras
y la esperanza de un final feliz; hoy, ahora, esta noche traidora
en que me duele el lagrimal derecho al demostrarme que nada
tengo, he venido a decir que siempre busqué en aquella quimera
llamada grandeza, el sabor de tus labios, el brillo en tu mirada,
la curva en tu cadera y un poco de tu risa, para ponerme a salvo
en situaciones como esta, en que mi propia muerte lleva prisa.

  

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