agosto 04, 2011

Cuando todo es silencio

Cuando todo es silencio
se oye el mar a lo lejos,
los ladridos de los perros
y el crepitar de la Luna ardiendo
entre su brillo de invierno.

La luz de la bombilla
siempre intermitente
no permite cazar a la sombra
que me ata las manos
y me empaña el aliento;
esa luz blanca, amarilla,
artificialmente concebida
para los ojos que tanto ven
y en el fondo nada miran.

El aire vaga solitario
entre la masa amorfa
que en camas blandas duerme;
callado, enmarañado de serpientes
que tragan su propia cola
a enteros bocados;
aire por la mitad rebanado,
desvalido, infundiendo hielo
en la piel, en los dedos entintados
que suben y suben en espiral
sin hallar el techo del cielo
ni lugar donde reposar,
frente a la víspera de aguacero.

Luego ya, la tierra reclama
el peso de los pies cansados,
la fatiga del estéril huerto
encallado en lagos de fuego,
de tantos pasos no dados
a tientas, augurando daños;
tierra de sales minada,
de pasiones en ámbar
bajo las uñas encontradas.

Cuando todo es silencio
no existe el alma ni los huesos,
los relojes se detienen
a beber agua y a mirarse
de reojo en el reflejo
sumido en el encanto,
de saberse por un instante
imprecisos y muertos.

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