Nos queda la voz, dispuesta a llamar
siempre al dios de manos cobrizas,
aquel de corazón sereno y humeante,
el de barba canosa y lacia
que arremete contra ríos desbordantes
vueltos desordenadas letras
y plegarias insidiosas y paganas,
nos quedan las ganas, rebosantes
de acabar rendidos frente a una escopeta.
Nos queda, el apéndice por extirpar
un buen día, el sollozo tendido ante un regazo
sujeto a las sales y la misma mar
que nos aborda encadenada a la noche,
entre la levedad y la ebriedad de cada cual,
haciendo gala de vicios y derroches;
nos queda el pecho, el latido en desparpajo
que deviene entre un cielo grisáceo.
Bien podría decir,
a esta maldita y media luz
que el destino incipiente
enhebra el secreto de la cruz
que nadie entiende,
cuando se vive a hurtadillas,
en secreto, queriendo morir.
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