abril 10, 2010

Apología de la Locura (Fragmento #2)

Ahí estaba, frente al mármol frío que conformaba un busto de reales proporciones. Una mano posada sobre el pie de la escultura y la otra, con movimientos tenues, rozando su mejilla; las nubes en lo alto pasaban ajenas a lo meramente mundano. El sol, aún tímido, sólo aspiró un poco el soplo del matinal viento y volvió a sumergirse entre el cielo nebuloso. Bien podría decirse que la misma naturaleza envolvía la vida entre verdes, que al fin y al cabo matizaban la prematura hojarasca, aquella inmersa en dulce melancolía.
Volví de pronto a la página que me aguardaba para la lectura. Era un libro de fábulas que de memoria sabía, y sin embargo gustaba en recordar, en volver a vivir. Un ejemplar de pasta gruesa y corrugada, desgarbado en su interior, y con ese olor envejecido que da el polvo y el olvido. Mis manos, tomándolo por el lomo y la portada un tanto ennegrecida, me hacían pensar de pronto en esas noches, en que despierto, aún en plenitud de sentidos, reconfortaba a la Luna, con mis palabras desiertas acerca de lo efímera que resultaría el alba. Regresé a la vieja banca, en el viejo parque, en el viejo mundo y en ese mismo viejo instante.
Pensaba en esas cosas importantes que del vivir han de tratar, en los años transcurridos por las paredes de la habitación siempre en blanco, en las ventanas sujetas al oxidado metal, en mis manos (otra vez mis manos), calientes y hurañas, en mis más puros deseos manchados de rojo, en mi propia indiferencia... en toda esa maraña.
Aquel ejemplar me veía, el busto a lo lejos me sonreía, la Mujer de la esquina me divertía. Sí, me divertía, con su silueta y ese palpitar en las venas; despertaba mis ganas de acechar, de acecharla a ella, de prodigarla de caricias justo bajo su escote, de atarla a la cama. Sí, de atarla a ella con sus propias entrañas, en esa alcoba suya y ensoñada, con sus cortinas en terciopelo moradas, tal vez lilas, y de ninguna manera enrejadas.
Años tendría ya mi boca sin esbozar una sonrisa, centenares de alegrías sin prescindir de la risa y mis manos (mis manos, mis manos, mis manos) ahora longevas, sin tomar siquiera levemente a una Mujer por sus caderas. Y qué decir del sudor frío, corriendo por la espalda, después de catar el sabor de unos labios en lubricidad extasiados, hasta llegar a la esencia, al miedo que reemplaza al escalofrío y que da paso, a la respiración agitada, a los gritos alcanzando el punto más alto de la octava, a los gritos vueltos melodía en mis oídos.
Pero la Mujer ya no me miraba, el busto en gesto pudoroso en fina lama recubría sus atributos, el sol ya no imprimía su marca del medio día y aquel libro de fábulas, después de correrse una y otra vez bajo mis manos (esas manos que se convertían en puños, golpeando mi cabeza), me mostraba esa insignia dorada tan despreciada otrora por los romanos, ese libro "sacro", divido en salmos. Y después de todo, al limpiar de sueños mi mirada, me reencontré en ese cuarto de paredes blancas y acojinadas, y con esas mismas ventanas, como siempre, enrejadas.

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