junio 30, 2010

Apología de la Locura (Fragmento #3)

Imagen de Beatriz Larios
En la maraña sigo, en el viento fresco de la noche que a grandes bocanadas los huesos me inunda para dar paso al matinal rocío. El reloj ahí, alerta, sin detenerse por propio capricho mientras he de preguntarme cual de todas las deidades, le habrá con su mano dado cuerda. ¡Blasfemias y nada más! Y esa maña con el paso de los años adquirida de huirle constantemente a la vida para no mirar en plenitud su faz. Han de convenirme entonces, así lo pienso, las sombras, el eterno devaneo de la sangre corriendo entre un par de labios hasta embriagarlos de carmín y el ensimismamiento taciturno que solo puede ser nocturno.
Todo muere. Las rosas que adornaban el florero, ahora cabizbajas y marchitas, la vecina que aún con sus pliegues ya marcados en el rostro, daba por doquier un esbozo de lo que fue en sus años mozos, al menos así lo supongo, una auténtica sonrisa. También ella, hace unos días ha muerto, aunque no estoy muy consiente del tiempo; probablemente hace más. Hace tiempo también, quizás menos, ha muerto mi sexo tan vil y desaforado, tan alejado de la gloria. Una mañana de invierno ya no pudo resistir y tan sólo se tumbó, me miró con la dolencia del lacerado y entre mis manos indígnamente murió.
El mundo desde estos prados siempre verdes se torna un tanto extraño durante las tardes, cuando cae de súbito el sol y la noche los envuelve. ¡Cosas de la edad! Algún día, cuando mis ojos no imaginaban aún que cargarían a todas horas estas gafas, un buen anciano después de una larga peroratame lo dijo y no cómo excusa, sino como un tajante punto final. Y ahora heme aquí, rondando esa misma edad sin creer que son mis labios ya mismo, los que lo han dicho, solo que yo no soy tan tajante ni con ello quiero a esta carta ponerle el punto final. Como quiera que sea, a lo que voy es que aquí no se respira nada, los sueños se difuminan gradualmente hasta convertirse en pesadillas y el alma en su silla de ruedas, ya no camina. Como sea, no importa.
Recordaras que fue en enero, uno de esos fríos, una nohe de invierno, cuando las luces bajaron y estremecieron los cielos y pensabas que no era nada, que acaso quizás hubiera llegado más temprano el alba. Y yo, después de acariciar tus cabellos rocé con mis dedos tu mejilla, la derecha lo recuerdo, y te di sin más un beso. ¡Qué contrariedad, si apenas en esos ayeres eras solo un niño de ojos vivaces y con el sueño calmo y tranquilo!
A tu madre, a la que nunca conocí aún ciertos días de lluvia me da por enviarle flores, por escribirle versos que no se bien de dónde salen pero que al cabo, salen y fluyen, libres y ya sin temores. Debió ser una buena mujer, lo imagino y así lo deseo, lo imploro con ojos ciegos, con esta misma sed de encontrar en algún lugar la fe, en cualquier horario y que tan a menudo una vez encontrada, me da por dejarla en cualquier parte e irremediablemente pierdo. Y la imagino a estas alturas como yo, ensimismada, aunque no de viejos amores convaleciente, si de la vida un tanto retirada. Algunas noches también dentro de mi alcoba imagino sus pechos, eso sí, no a estas alturas sino en sus mejores tiempos. No ha de ser nunca con mieles de lujuria, mi sexo ha muerto te lo he ducho antes, tal vez lo digo solo como referendo de estas sombras que me acosan y acrecentan todos mis males.
Bah! Tengo un cuarto de hora más para escribir. Aquí por regla general las luces son apagadas a las diez en punto y con una palmada en el hombro le invitan a uno a dormir. Son muy estrictos y por la mañana, cuando justo sale el sol a uno le vienen a despertar y le quitan la almohada, le acompañan al sanitario y le obligan a orinar. ¡Pero que le voy a hacer! Si son la única compañia que tengo que aún pertenece al reino de los vivos. A final de cuentas ¿Qué me importa? ¡Que vengan y que corran el telón, que me dejen en penumbras, lo mismo me da!
Sabes, tengo una pequeña lamparita que no deja de operar si recuerdo oportunamente cambiarle las pilas. La tengo bien escondida en la primera gaveta, entre mis ropas y aunque de ella sospechan, no saben más nada. Procuro ser muy discreto, aquí no pronuncio palabra a menos que todo se me vuelva muy serio. Es mejor así, a esa conclusión he llegado después de tantas noches en desvelo, después de ser literalmente por el mundo, enterrado.
Pero no, no te culpes, que no pretendo nunca con estas líneas arrancarte de tajo esa sonrisa tuya que tan a menudo imagino.
Ya vienen, escucho sus pies dando pasos por el corredor, el tintinear de las numerosas llaves que llevan en las manos, su respiración, el olor a desprecio de su aliento. Las luces se apagarán sin remedio, te lo he dicho ya, y la lamparilla que no encuentro, no está. ¡Maldita sea! No puedo seguir con esta carta, la sellaré con un beso al terminar, te lo prometo, por que quizás mañana, cuando la luz de oriente me haga despertar nada quedará de mí, ni de ti también quizás. Nada de esto, bien lo se, podré recordar...

2 comentarios:

Ío dijo...

Yo no sabría qué escribir después de leer, leer tu texto-carta, en el que te ves viejo, ves que sangran tus palabras, y yo las leo con la premura de aquel que necesita un final feliz, sin hallarlo en parte alguna, ni luz de lamparilla ni cuarto de hora más.
Una caricia, Gato

Ío

Cyborgoo dijo...

La imagen es fantástica. Me muevo de un lado a otro tratando de esquivar las ramas que ocultan algo, algo, algo, estoy segura que ocultan.