parecía que era ya una costumbre;
y yo casi siempre así despierto,
pero aprendí a ser un vil tragafuegos
para no salpicar a nadie con mi lumbre,
después de una noche nefasta.
Me lanzó un par de dagas con su boca
y salió de la habitación;
y yo tan solo miré sus caderas desnudas,
implacables, inolvidables y autónomas.
Me sentí cuál toro cuando se estoca,
y la fuerza se le va desde el corazón
y empieza a materializar sus dudas
desde estos tiempos viles y autómatas.
Jamás olvido ni olvidaré sus caderas.