Un perro cruza distraídamente la avenida
y alrededor la ausencia, esa ausencia cruel
y siempre nítida, me zumba a quemarropa
en los oídos que perdí de tanto charlar
con las copas por mi por mi propia boca bebidas.
Nadie es capaz de develar la grandeza del ser
cuando enajenado deambula en el asfalto
entusiasmado por ver un hilo de sangre correr
por los azares en los que tiembla de frío la luna.
Brindo una rodilla al suelo y entonces le llamo
y me distraigo en torno a una grisácea avenida
cuando viene a mí y es él, quien me sonríe
mientras me brinda la lealtad de su mano.
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