He terminado sobre la fina y blanca línea que surca la mitad de su ser, he
terminado exhausto y aparentemente vacío sobre su torso. Ella ha girado el cuello para
mirarme y notó un su rostro una expresión tan demencial que me recorre un
súbito sudor por el cuerpo, y la atraigo hacia mi y la envuelvo en mis brazos.
Y sonríe, como lo haría cualquiera en la mitad más funesta de cualquier
sepelio. ¿Nos vamos? –pregunto, pero no ha de soltarme y siento en mis
costillas el frenesí de su pecho desnudo. Y pienso en su pecho, en ambos, el
izquierdo y el derecho, en la manera en la que son tan tiranamente encantadores,
mientras la sigo abrazando y en el ambiente empieza a oler al rancio de un
hotel que vomita por doquier amantes. Hay un dios que nos mira en la pared, que
se ha cansado del tiempo y del crucifijo. ¿Nos vamos? –me pregunta y es mi boca
la que atina a decirle unas cuantas palabras que sangran por los costados la
soledad y el vacío. Nos vamos –a secas contesto, pero su cabello se enmaraña
entre mis dedos. Y su respiración en mi cuello cambia, se vuelve un suspiro, un
jadeo, un agónico llanto, un manantial que desde dentro de la tierra explota
para enmarcar un incivil arrebato. Las luces de la habitación nos destacan como
sombras amarillentas, como un retazo de alma cosido por los bordes menos
precisos, como un retrato de la soledad haciendo derroche de una pose de
inmaculada violencia. Y ella es blanca y su piel aún tibia me sabe dulce al
tacto, cuando metidos hasta los huesos en las fauces de la ausencia, hemos de
ser uno mismo. Eres un buen tipo –me dice y yo le suelto a quemarropa un beso
en la curva de su hombro. Y ella sonríe quedito, y me brinda su calor revestido
de inocencia y descaro.
¿Nos vamos? –replico, mientras con la cabeza asiente sin darle tregua a
este nudo de carentes brazos. Nos vamos –me dice entre la desquiciante dulzura
de un par de latidos perdidos y corriendo cada vez más de prisa hacia el centro
desbocados. Y entonces siento sus pies entre los míos, sus pies, que en mi
deseo desbordado por mis ganas nunca besé. Tan pequeños, tan sutiles, tan
bellamente concebidos para cargar sobre sí una grandeza inmemorial en esta
alcoba y a estas horas perdidas. ¿Nos vamos? -y apenas es su voz la que escucho
como el crujir de las brasas en el más clerical infierno. Pero la abrazo como
aquel tunante que halló por fortuna agua en el más ínclito de los desiertos. La
bebo como la copa que ha encontrado balance sin los labios del bebedor sobre
una tétrica mesilla de noche, la bebo como cicuta con mayores tintes de vida que
de muerte. Nos vamos –rechina mi boca mientras le busco los labios y logro
hacer de una caricia tras el largo de sus piernas el sonrojar de las mejillas
del diablo. Ella me besa y palpita entre las piernas, suda y sangra pasiones,
explota y calla desnuda el grito que emerge desde el púlpito más blanco del
estertor cuando de inicio se encuentra podrido. Y así, como dos exploradores
rozamos la línea divisoria entre la horizontalidad y la verticalidad con las
manos entrelazadas al misterio de la siguiente pose y del siguiente movimiento.
Su cuerpo era un templo en el que yo blasfemaba de mi propia vida y condenaba a
los ardores al sacerdocio. Y estallé entre la penumbra del sonido de una
lágrima al caer, entre el aviso de los golpes fieros que a la puerta llamaban
indicando el fin del juego, el estertor de una noche que debía ser ya para los
próximos amantes. ¿Nos vamos? –le dije, mientras del suelo recogíamos las ropas
y el mutuo desgarramiento de los retazos de las propias almas. Nos vamos –me dijo, y me besó con la
convicción del beato que pretende el cielo.
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